Paseando por las ruinas de Copán

   En las feraces tierras del oeste de Honduras, en pleno corazón de la selva centroamericana, abriéndose camino entre la densa vegetación, surge de pronto ante nosotros el majestuoso valle de Copán, cuyo río discurre alegre y fecundo en su lecho, creando un remanso de paz y prosperidad en medio de la exuberante Naturaleza. En el centro del valle, rodeada por extensos campos de maíz y tabaco, se extiende la gran explanada del parque arqueológico de Copán, donde el hombre y la tierra supieron aliarse magistralmente para crear un oasis de policromada belleza, en el que los árboles centenarios, las rojas flores de las acacias, las plumas multicolores de las aves exóticas y la frondosa vegetación tropical, enmarcan el decorado natural de una hermosa ciudad santuario, cuyas milenarias ruinas elevan hacia el cielo sus geométricas moles de piedra, sobre un amplio tapiz de aterciopelado verdor. Ciertamente… Copán es un pequeño paraíso en la tierra, cuya sola visión transporta al viajero hasta una mágica dimensión del espacio y el tiempo… un mundo antiguo y sagrado soñado por los Dioses mayas.

   Pero si ya resulta difícil describir con palabras la belleza arquitectónica de Copán a plena luz del día, cuando está invadida por una curiosa multitud de visitantes que recorren infatigables todos sus rincones; mucho más lo es cuando cae la tarde sobre las ruinas y el silencio se apodera de sus templos, plazas y avenidas. Es la hora mágica en la que los habitantes del bosque toman la iniciativa, animando con mil cantos melodiosos los solitarios parajes de la ciudad santa. En ese preciso instante, es todo un privilegio poder estar allí, sobrecogidos por la serena quietud del lugar, y cuando llega el ocaso, una profunda calma se abre paso en nuestros corazones, mientras la rosada bruma desciende sobre el valle envolviéndolo todo con una tenue luz iridiscente. Entonces, el horizonte se expande, los contornos se desdibujan, las sombras adquieren vida propia y el tiempo se detiene… es sin duda un momento sagrado, y algo muy viejo en nosotros lo siente y lo percibe con una certeza que proviene de nuestro interior, pues nos hallamos en esa delgada frontera que separa el día de  la noche;  mágico umbral que enlaza las dos dimensiones de la existencia: el mundo de las formas visibles, donde impera la luz solar con autoridad indiscutible; de ese otro mundo oculto, invisible e insondable, habitado por mil formas sutiles de vida que danzan hechizadas bajo la plateada luz de la luna, reina soberana del misterio, que gobierna la noche con su majestuosa corte de estrellas. Y allí, sentados bajo la inmensa copa de una acacia centenaria, logramos por fin que las mil voces de nuestro pensamiento enmudezcan por un instante, para poder escuchar la música del silencio. La dulce brisa del ocaso trae hasta nosotros los ecos dormidos y latentes de unas voces antiguas y lejanas… es el mensaje de aquellos mayas que habitaron aquí hace muchos siglos, hombres y mujeres que siendo como nosotros, vivieron sin embargo un tiempo muy diferente del nuestro: cuando el hombre todavía estaba en contacto con las fuerzas de la Naturaleza, acompasando sus ciclos con el latido vital de la tierra, del sol y las estrellas… Cuando la invisible presencia de los Dioses se hacía patente a través de ancestrales ritos y ceremonias, haciendo oír sus voces por medio de los oráculos… Cuando el humo de las ofrendas elevaba todavía hacia el cielo el perfume del incienso, llevando el eco de sus plegarias y oraciones hasta los Dioses mayas.

   Inmersos por completo en esta atmósfera, que de tan bella casi parece más sueño que realidad, sentimos qué fácil nos resulta ahora imaginar a aquellos «maestros de las estrellas» -como se designaba entonces a los antiguos astrónomos mayas- realizando pacientemente sus mediciones celestes sobre los ciclos orbitales de Venus y Júpiter, prediciendo eclipses, calculando alineaciones  planetarias y trazando bellos mapas estelares con los movimiento del sol, la luna y las estrellas, para poder elaborar después con precisión su calendario, sus fiestas religiosas y la exacta orientación de sus templos sagrados.

   La noche ha caído ya sobre las ruinas, envolviéndolo todo con su oscuro manto de silencio, y allí, en medio de la extensa explanada de hierba, permanecen inmóviles y desafiantes las colosales figuras de los antiguos reyes iniciados de Copán, derrotando cada día al tiempo y al olvido. Sus hieráticos ojos de piedra, contemplan sin parpadear el horizonte estrellado, buscando todavía en el firmamento el camino de plata que conduce hacia su Copán celeste… el hogar de los Dioses mayas.

   El tiempo ha pasado una vez más a través de nosotros, y ahora, embargados por una emoción que inunda nuestro corazón de nostálgicas reminiscencias, nos despedimos de Copán y del espíritu ancestral de los mayas, levantando en nuestra mano una copa rebosante de buen Rioja español, para brindar por lo que fue, es y será siempre.

Javier Vilar

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