Quino: historieta de una filosofía

Hay viñetas que son ventanas abiertas al mundo, balcones desde donde otear el universo. Ilustraciones en serie con acotadas pinceladas de diálogo que coleccionamos en la memoria emotiva y forman parte de nuestra idiosincrasia: nos nombran, nos contienen, nos identifican, nos cobijan, nos consuelan, nos iluminan, nos proyectan, nos cuestionan. Nos hacen mejores. Con pequeños recuadros con dibujos en blanco y negro, de trazos sencillos y expresividad inolvidable, se puede crear una antología de momentos insuperables, perpetuados de generación en generación con la excusa de un puñado de personajes infantiles que nunca crecieron, porque hasta esa sublime consideración le tuvo Quino al niño que llevamos dentro.

Joaquín Salvador Lavado, que así se llama, acaba de inaugurar la 40º edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, el 24 de abril. Mafalda, la historieta más leída de Latinoamérica, tiene la misma vigencia de hace cincuenta años. Sólo sucede con los clásicos.

Tímido, amable, introvertido, identificado con su personaje Felipe, el argentino comenzó a dibujar rostros en la mesa del comedor, una tabla clara de madera de álamo. Lo contó Daniel Samper Pizano, quien agregó: «Quino albergó en cataduras infantiles ciertas reflexiones, angustias, ternuras y alegrías sin edad. Si ello es así, tal vez lo que se proponía era hacer menos estrepitosas las bofetadas, menos dolorosas las preguntas, menos deleznables las inseguridades».

Lo cierto es que Quino se nos desdibuja detrás de sus personajes y son ellos los que pasan a primer plano, con entidad propia. Son mis amigos y lo son de los nueve de cada diez argentinos que los han leído. Forman parte de nuestra cotidianidad, nos «tiran letra» en las alegrías y en las tristezas, profundizando las primeras y aliviando las segundas (¿no es ésa una inmejorable definición de «amigo»?). Acuden espontánea y raudamente a nuestra conciencia, por las asociaciones de lo que vivieron con lo que vivimos. Y nos salvan con una sonrisa retrospectiva, nos identificamos o identificamos a los que nos rodean.

Cuando mis alumnos buscan una palabra en el diccionario y lo guardan, me surge Mafalda diciéndole a su padre: «¡¡Así nunca vas a terminar de leer un libro tan gordo!!». Y ahora pienso que así, como el diccionario, pueden leerse las tiras de Quino en mi memoria: en permanentes relecturas sin orden, aleatorias, con el sentido bellísimo y misterioso de la oportunidad.

«¡¡Los países desarrollados viven cabeza arriba y por vivir cabeza abajo, a nosotros las ideas se nos caen!!». Manolito argumenta que «los billetes son best-sellers: son de los que más ejemplares se imprimen y las ediciones que más pronto se agotan». Mafalda escucha en su inseparable radio que el Papa hizo un nuevo llamado a la paz y piensa: «¿Le dio ocupado como siempre, no?». En sus primeras vacaciones, el papá le pregunta, ante el ir y venir de las olas: «¿Y, Mafalda, qué te parece el mar?». «Hasta ahora, un indeciso».

Un operario trae el cartel de «no funciona» para colocárselo a un teléfono público, mientras la niña piensa: «creí que iba a colgárselo a la humanidad». Me despierto temprano y la recuerdo a Mafalda leyendo: «Al que madruga, Dios lo ayuda». Vuelvo a verla adelantando el despertador de su padre, acostándose feliz con un «¡Pavada de ayudante vamos a tener mañana!». Sonrío con la recomendación de su madre: «Voy al mercado y vuelvo. ¡No le abras la puerta a nadie, por más que llame, eh?». «Bueno… ¡Mamá! ¿Y si es la felicidad?».

Estreno un par de zapatos y sobreviene aquella frase de Susanita: «Todo ha cambiado y el mundo es hermoso». Quiero imitar a ese Felipe de espaldas: «He decidido enfrentar la realidad, así que apenas se ponga linda me avisan».

Y mi predilecta, la que siempre recorto y pego para tenerla cerca. Mafalda se acerca a Miguelito, que mira una piedrita. «¿Qué es eso, Miguelito?» «Una piedrita, ¿no es linda?» «Es una piedrita, no sé qué puede tener de lindo una piedrita». Y en el último cuadro ambos se alejan compartiendo un mismo globo de pensamiento: «Pobre…».

Saramago le dijo a su creador en la Feria del Libro de Frankfurt: «Mafalda fue mi maestra de filosofía y debería ser de lectura obligatoria, pero no en los colegios: en las universidades». Quino se ruborizó.

«Toda la saga de Mafalda y su mundo está en la galería de obsesiones de mi vida», dice Miguel Rep. Y mi agenda es la de Mafalda, con una tira por día durante todo el año para comenzar cada jornada con una reflexión que me sonríe y me hace sonreír. La cité en mis clases y en mis escritos hasta el hartazgo. Y junto a todo lo demás que hizo Quino, idénticamente genial, está delimitada en mi biblioteca dentro de los pocos tesoros que nunca presto, y en el caso de hacer una excepción, sufro hasta que regresa como si hubiese entregado una parte de mí misma.

Joaquín Salvador Lavado… le adeudo ternura, complicidad y maravilla. Tantas, que ni aunque pretendiera obsequiarle una selección de las viñetas que son mis principales balcones para otear el universo, como en la proyección de besos que Alfredo le armó a Totó en Cinema Paradiso, apenas alcanzaría para un único cuadro, ése en el que Mafalda se arrodilla ante una flor para decirle «hola». Claro que la flor sería Mafalda y Mafalda sería yo.

Laura Etcheverry

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