Teotihuacán: la ciudad en donde los hombres se convertían en dioses

Haber vivido en una ciudad con ese apelativo tiene que haber sido más que un honor, más bien una responsabilidad. El vocablo «Teōtihuācan» proviene del náhuatl que significa lugar donde los hombres se convierten en dioses. Ese fue el nombre con el que los antiguos mexicas bautizaron esta impresionante muestra de la grandeza arquitectónica precolombina, edificada por una cultura anterior a la mexica y la civilización maya.

Teotihuacán fue la primera gran metrópoli de grandes dimensiones en el continente americano, cubriendo una superficie de veintiún kilómetros cuadrados, llegando a albergar en su apogeo una población de más de cien mil personas. Aunque se desconoce la etnia indígena de los teotihuacanos, sus habitantes mantuvieron contacto con casi todos los pueblos indígenas mesoamericanos, ejerciendo un alto grado de influencia en la región.

Los arqueólogos estiman que «su historia» inicia alrededor de la era cristiana, hasta el 600 d.C. en el que aparentemente fue abandonada por sus habitantes por razones que todavía no están nada claras; aunque sí se menciona el desequilibrio ecológico, guerras o hambrunas, entre otras teorías. Su apogeo se alcanzó entre los siglos III y VII de nuestra era.

La metrópoli estaba estructurada por amplias calzadas, con canalizaciones de agua y sistema de desagüe. Los templos estaban enlucidos con estuco y adornados con murales de colores vivos.

Influencia arquitectónica

Una de las mayores influencias en casi todas las civilizaciones mesoamericanas, aceptadas y señaladas por los arqueólogos, es la configuración urbanística. Tras el ejemplo de Teotihuacán, la mayoría de las urbes mesoamericanas incluían una bien planificada área central, que incluía templos, un palacio real, un campo de pelota y una gran plaza, rodeada de otras estructuras residenciales.

En las subsiguientes civilizaciones mesoamericanas se mantenían los mismos elementos, aunque el ordenamiento de las edificaciones variaba, ya que se configuraban los templos y edificaciones en función del orden de la constelación estelar que regía el día de la fundación de cada ciudad estado.

La arqueo-astronomía está aportando más información a este respecto, ya que con los potentes programas informáticos de hoy en día, se pueden calcular los movimientos estelares y saber cómo estaba la bóveda celeste en las fechas específicas de la fundación de las ciudades, en los que los antiguos pueblos mesoamericanos construían sus espacios para reflejar el orden estelar. Todo esto apoyado, por supuesto, por sus grandes conocimientos astronómicos, que aún hoy en día no cesan de maravillar.

La arquitectura teotihuacana introduce un nuevo elemento urbanístico: los complejos de apartamentos que albergaban a personas provenientes de distintos puntos geográficos del continente, según lo han podido corroborar las excavaciones arqueológicas que han identificado muchas etnias indígenas a través del ADN y de los diferentes artilugios encontrados. Todo ello apunta a que habían «barrios» organizados según la ocupación de los habitantes.

 

¿Una inmensa ciudad universitaria?

La gran variedad de etnias indígenas identificadas en los distintos barrios en esta gran ciudad estado, dan pie a poder considerar a Teotihuacán como un gran centro de formación, una Casa de la vida al estilo egipcio, al que acudían los estudiantes de otras ciudades para formarse en todos los aspectos organizativos de una civilización.

Luego, esos estudiantes regresarían a sus lugares de origen para poner en práctica los conocimientos aprendidos, plasmando en su arte y arquitectura las gafas del Dios Tlaloc teotihuacano; en las esculturas de los fundadores de las dinastías de distintas ciudades estado como en el caso del fundador de Copán en Honduras, Yax K’uk’ Mo’ (426-435 d. C.), que se identifica con su «alma mater».

Asimismo, algunas grandes metrópolis posteriores, como Tikal en Guatemala, replicaron la configuración urbanística teotihuacana, incluso con sus barrios, en los que albergaban a los visitantes y comerciantes de otros pueblos indígenas; y hasta un barrio diplomático, con una «ciudadela» parecida a la gran metrópoli mexicana, enterrada bajo la espesa jungla tropical, que ha podido ser descubierta gracias a las técnicas de láser (LIDAR).

Lo cierto es que esta gran urbe precolombina era un gran centro político, científico, artístico y religioso, que atraía a una gran cantidad de viajeros, comerciantes, peregrinos y por supuesto hombres y mujeres dispuestos a formarse en las disciplinas civilizatorias que allí se cultivaban.

El templo de Quetzalcoalt

Una de las estructuras más impresionantes es la pirámide de Quetzalcoalt, la serpiente emplumada, de cuyas paredes emergen esculturas de cabezas de serpiente que adornan los peldaños ascendentes de la estructura. Quetzalcoalt era considerado como el «iniciador de las actividades del hombre en la tierra», el que proporciona los bienes y crea el calendario.

El iniciador de las actividades del hombre en la tierra tenía que compartir sus conocimientos con los hombres, en un lugar apropiado, con las herramientas necesarias para practicar lo aprendido; todo encuadrado en un espacio urbano que sirviese de «acelerador» de experiencias.

En Teotihuacán la cosmología sagrada cobraba vida a través de su lineamiento urbanístico, planeado con un trazo urbano de calles y manzanas, organizado a partir de dos grandes ejes perpendiculares, la llamada calzada de los muertos y la calzada este-oeste.

Sus templos y edificios son una manifestación de su orden cosmológico, en el que el universo está dividido en cuatro regiones, cada una gobernada por los puntos cardinales, y en su centro convergían las fuerzas de las «cuatro esquinas del cosmos» con los tres niveles verticales: el cielo, la tierra y el inframundo.

Sin duda alguna, Teotihuacán es una de las grandes maravillas de la arquitectura sagrada en el mundo y una de las primeras en el continente americano. Su imponente grandeza es equivalente a su misterioso e intrigante origen, que continúa fascinando a expertos y amantes de las civilizaciones por igual.

Sergio G. García

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