El espíritu olímpico

Una vez, hace mucho tiempo, cuando el siglo XIX se encaminaba hacia su última década, y el siglo XX se perfilaba ya en el horizonte como un prometedor futuro de esperanza… un hombre tuvo un sueño. Se llamaba Pierre Fredy, Barón de Coubertin. Desde el año 1829 los gobiernos de Francia y Alemania habían estado excavando sistemáticamente para descubrir los legendarios monumentos de Olimpia, y en 1881, las ruinas de la antigua ciudad santuario que había sido la cuna ancestral del atletismo y la patria de los juegos olímpicos, quedaron por fin completamente desenterradas. Ahora, después de quince siglos envueltas en un silencioso manto de soledad y olvido, las viejas piedras de sus amplias calles y avenidas, de sus templos sus fuentes y sus altares, de los pórticos y columnas que sostenían sus majestuosos edificios, de sus relieves con escenas legendarias y sus estatuas de jóvenes héroes con cuerpos de bronce y mirada de eternidad, surgían de nuevo desde las arenas del tiempo para alzarse verticales y desafiantes a la luz del día, como perenne recordatorio de un sueño de siglos, de una leyenda viviente, de un espíritu intemporal… el Ideal Olímpico. Un ideal lo suficientemente noble, elevado y poderoso, como para perdurar durante más de mil doscientos años, desde el 884 a C., hasta el año 393 d.C., en el que el emperador cristiano Teodosio I prohibió la celebración de los Juegos Olímpicos por considerarlos una festividad “pagana”. A partir de ese momento las gentes dejaron de ir a la ciudad sagrada de Olimpia, bajo peligro de excomunión. Sus calles, plazas y edificios, otrora alegres y bulliciosos estaban ahora desiertos. Sus templos y altares quedaron abandonados. Muchas de sus estatuas y relieves fueron intencionadamente mutiladas, y en el legendario estadio de Olimpia ya no volvió a escucharse nunca más el clamor de los vítores y aplausos que ensalzaban las hazañas de los atletas victoriosos. Sin embargo, la gloria de Olimpia no desapareció para siempre, ya que su recuerdo permaneció guardado en algún oscuro rincón de la memoria profunda de la humanidad. Por eso quince siglos después, impulsado tal vez por la misteriosa ley del “Eterno Retorno”, la antorcha del espíritu olímpico habría de iluminar de nuevo el corazón de los hombres, inspirando la celebración de los Juegos Olímpicos de la Era Moderna.

EL ESPÍRITU OLÍMPICO

Es curioso observar como las grandes creaciones del genio humano, aquellas que según afirman los sabios, los filósofos y los poetas, fueron inspiradas por las divinas musas, no parecen tener realmente una fecha definitiva de caducidad. Más bien es como si estuvieran sujetas a la inexorable y misteriosa ley de los ciclos, que hace que todo pase, y todo vuelva. Hoy en día estamos acostumbrados a presenciar, casi siempre por televisión, la celebración de los Juegos Olímpicos cada cuatro años. Y no cabe duda que las Olimpiadas constituyen un gran evento internacional de carácter no sólo deportivo, sino también político, mediático y social. Pero realmente, los Juegos olímpicos modernos llevan celebrándose poco más de un siglo, exactamente desde el año 1896, en el que gracias al trabajo entusiasta de un hombre genial visionario llamado Pierre de Coubertin, que paseando por las ruinas de la antigua ciudad de Olimpia, se enamoró de un ideal tan noble como antiguo, que durante más de trece siglos, fue capaz de unir a todos los pueblos y ciudades estado griegas, para contemplar cómo sus jóvenes atletas, venidos de todas partes del mundo conocido, eran capaces de batirse bajo el sol de Olimpia con un noble espíritu de superación, de valor, de juego limpio y sacrificio personal, que hoy la historia reconoce con el nombre de el espíritu olímpico. Un hermoso ideal, que nació hace ya más de 2800 años en el valle sagrado de Olimpia, al noroeste de la península del Peloponeso.

La importancia que tuvieron los Juegos Olímpicos entre todos los pueblos de la Hélade fue tan grande que cada cuatro años gentes de todos los lugares acudían como peregrinos a la ciudad sagrada de Olimpia para presenciar los juegos de los héroes. Un acontecimiento tan sagrado como espectacular, que se celebraba en honor a Zeus, el padre de los dioses olímpicos. Allí, en el valle de Olimpia, a orillas del rio Alfeo y bajo la protección del boscoso monte Cronos, se daban cita la flor y nata de la juventud griega, para demostrar su valor, su fuerza, su velocidad y su destreza, dando lo mejor de sí mismos para poder alcanzar un sueño, una ilusión, un ideal… conquistar la corona de la victoria y convertirse en campeones olímpicos… un logro, un triunfo, una hazaña cuya grandeza quedaría grabada para siempre con letras de oro en la memoria de los hombres, en sus propios corazones de atletas victoriosos y en el pedestal de la estatua que los escultores levantarían con su imagen en la avenida de los templos que conducía al estadio de Olimpia. Pero lo más curioso es que los campeones olímpicos no guardaban para sí sus triunfos. Su única condecoración era una sencilla corona de olivo que el último día de los juegos los vencedores depositaban a los pies de la gran estatua de Zeus, de oro y marfil, que Fídias había esculpido en el gran templo del padre de los dioses. Y no sólo eso, sino que a partir de entonces, ese año sería recordado por el nombre del gran campeón de Olimpia que más victorias había conquistado.

Tal fuerza tenía el ideal olímpico, que cuando los espandroforos o mensajeros divinos de Olimpia, que cuatro meses antes de los juegos iniciaba su viaje hacia las cuatro direcciones del espacio para proclamar la Ekkeyra, la “Tregua sagrada de los dioses”, a los distintos pueblos y naciones de la Hélade, todas las ciudades de Grecia detenían las guerras y conflictos, depositaban sus armas en los templos y marchaban a la ciudad santuario de Olimpia para festejar los juegos de la paz. Pero lo más curioso, es que la tregua no sólo era sagrada para las ciudades y sus ejércitos, sino que todo viajero o peregrino que marchaba hacia Olimpia, y que a veces tardaría semanas o meses en llegar, era sacrosanto e inviolable, incluso para los ladrones y salteadores de caminos que jamás se atrevieron a violar la tregua sagrada y ofender al padre de los dioses.

Así pues, hubo un tiempo en el que los hombres rendían culto al valor heroico, a la nobleza, al esfuerzo personal y a la dignidad del espíritu humano. Un tiempo en el cual la distancia se medía por estadios y el tiempo por olimpiadas… De hecho, se cuenta la anécdota de que muchas ciudades, derribaban una parte del lienzo de sus murallas, para que los jóvenes atletas de su ciudad, que retornaban a casa invictos, ziñendo la sagrada corona de olivo sobre sus cabezas, pudieran entrar por esa abertura, ya que según decían sus propios gobernantes: «Una ciudad que cuenta con héroes tan nobles victoriosos como ellos, no necesita murallas de piedra para defenderse de sus enemigos”. Pero, por desgracia, el fanatismo religioso, la superstición y la ignorancia, acabaron por destruir la que probablemente fue una de las más bellas expresiones del espíritu humano, la ciudad sagrada de Olimpia y los juegos olímpicos de la paz.

Sin embargo, los nobles sueños del alma, que durante un cierto período de la historia iluminaron las conciencias de los hombres, inspirándoles los más altos ideales de paz, de justicia, de nobleza, de valor, de auto-superación, de belleza, de concordia y de fraternidad entre los hombres y los pueblos, son, como las estrellas, inmortales. Desaparecen periódicamente del firmamento espiritual de los hombres, para reaparecer tiempo más tarde e iluminar de nuevo las conciencias, inspirando en sus almas los más nobles ideales, sentimientos y creaciones artísticas. Además, aunque a lo largo de la historia siempre ha habido algunos personajes que se esforzaron en ocultar, falsear, manipular o denigrar nuestro propio pasado como seres humanos, las piedras no mienten y su mensaje es tan atemporal y universal como los propios símbolos que yacen grabados en ellas.

Así, hace mucho tiempo, paseando despacio bajo la enramada bóveda de los frondosos árboles que embellecen el valle de Olimpia, contemplando en silencio con profunda admiración las milenarias ruinas de lo que fue… un hombre tuvo un sueño inspirado. Soñó que el ideal olímpico podía resurgir de nuevo entre las cenizas. Soñó que los hombres y mujeres de todos los países, todas las razas, todas las creencias y todas las condiciones sociales, políticas o económicas, pudieran volver a reunirse cada cuatro años en alguna ciudad de la Tierra, para celebrar los juegos olímpicos de la paz, en los que la juventud de todas las naciones del mundo pudieran demostrar en el estadio su valor, su fuerza, su velocidad, su habilidad y su destreza, dando lo mejor de sí mismos para honrar no sólo a sus padres, ciudades o países, sino a la humanidad entera.

Todo tan loable esfuerzo, por fin el Barón Pierre de Coubertin pudo ver realizado su sueño. Y así, en el año 1896 se celebró la 1ª Olimpiada de la era moderna. La ceremonia inaugural tuvo lugar en el antiguo estadio de Olimpia, en el que, tras más de 1500 años de olvido y de silencio, la antorcha olímpica volvió a arder de nuevo en la mano de un atleta. En esa primera olimpiada participaron 241 atletas de 14 países, que pudieron demostrar su valía y su destreza en nueve disciplinas deportivas. A partir de entonces, el lema “Citius, Altius, Fortius” (más rápido, más alto, más fuerte), y la bandera blanca con los cinco anillos entrelazados, en representación de los cinco continentes, se fueron convirtiendo en el símbolo de un sueño, un ideal, un sentimiento, que aunque naciese en Grecia hace más de 28 siglos, pertenece por igual a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra, pues, como muy bien expresó el Barón de Coubertin: “Olimpia y las olimpiadas son símbolos de una civilización entera, superior a países, héroes militares o religiones ancestrales”. Es por eso que el espíritu olímpico no morirá mientras el hombre camine sobre la faz de la tierra, pues como dijo el poeta: «Lo que alguna vez realmente fue, es y será siempre”.

Javier Vilar

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