La traducción, puente a los sentimientos

La cuarentena y el panorama sombrío del mundo a causa de un microscópico enemigo invisible eran insospechados todavía cuando nos citamos en la ciudad argentina de Lincoln. La tarde, todavía cálida, no terminaba de caer, y el aire puro de la terraza de un bar nos protegía de pronósticos aciagos. Nos encontrábamos especialmente para hablar de la aventura encantada de traducir literatura.

Hoy, acuarteladas nosotras y el planeta entero en este atardecer de Semana Santa, imagino a mi interlocutora en un contexto muy parecido al mío: aferrada a la palabra, a la creación, a la búsqueda, que al fin y al cabo, siempre fueron y serán nuestras invencibles herramientas de supervivencia.

Lo cierto es que yo escribo y ella traduce, para enunciarlo de alguna manera, aunque sea una enunciación muy pobre, parca, casi inexacta. Porque en realidad ella también escribe aunque no muestre demasiado sus propios escritos, y lo hace con un talento tan particular como luminoso; y yo, que sólo hablo una Lengua, también traduzco cada vez que escribo. Por ejemplo, ahora mismo intento traducir en palabras el entusiasmo, la vida, los colores cambiantes de su mirada en el momento de hablar de su pasión, la de andar por la vida trasladando literatura de un idioma a otro. Y entiendo en mis propias huellas digitales, en mi propio teclado, las limitaciones de semejante cruzada.

Frente a Liliana Ganduglia la palabra deja de ser un código gastado por el uso —y abuso— de los simples mortales, y se transforma en una centella angelada que va y viene, un mágico préstamo de sentido entre dos gargantas y sus almas. Una especie de linterna, de energía transmutada en cuerdas vocales movidas por la inteligencia y la sensibilidad.

Tenía ganas de hurgar en el misterio de la traducción literaria. Una, que escribe y conoce de la búsqueda incansable de una metáfora creativa, de un adjetivo exacto, de un verso o de un renglón que acabe por palpitar como una quiere, se siente atraída por esa otra labor artesanal, paralela, la de una especie de geóloga en el terreno de los idiomas, una exploradora nata.

—¿De dónde nace esta pasión tuya por la traducción?
—Eso se remonta casi a mi niñez, a mi adolescencia… Cuando iba al Colegio Secundario enseñaba inglés a mis compañeros, en mi casa. La profesora insistía en que no teníamos que traducir, que repitiéramos y tratáramos de pensar en Inglés. Pero ellos no entendían nada y me preguntaban qué era lo que estaban repitiendo. Entonces yo leía en castellano con la misma entonación que había usado para leérselos en inglés; hacía una interpretación simultánea. Me preguntaban de dónde lo estaba sacando. «Estoy leyendo en inglés, pero se los estoy diciendo en castellano». Les llamaba la atención porque yo no me detenía ni tenía que pensar cómo seguir. Me salía fluido, natural. Ahí empecé a pensarlo como opción para mi futuro.

—¿Qué puedes contar de tu formación?
—Cursé Profesorado primero y después me desplacé a Buenos Aires (que quedaba a cuatrocientos kilómetros) para hacer Traductorado. Me encontré con que no era tan fácil como lo había imaginado. Descubrí mis equivocaciones en cuanto al castellano, de las que no era culpable. Me recibí, pero fue una experiencia tan traumática, que lo logré y ahí lo dejé.

—Estás hablando de ser graduada en Traducción en la casa de estudios más importante del país…
—Sí, pero eso quedó guardado, no lo quise ver más. Durante más de veinte años di clases de Inglés sin ejercer la traducción, porque había regresado tan mal, tan bloqueada, que creí que mi sueño de traducir no tendría nunca nada que ver con lo que había imaginado. Yo soñaba con una ciudad perdida, una especie de Atlántida, con leyendas escritas sobre piedras sumergidas, en un idioma que nadie pudiera comprender, y ser yo quien las descubriera… pero el Traductorado mató esa ilusión, como cuando el asombro de un niño comienza a ser menos frecuente cuando se hace adulto. Algo de eso pasó conmigo durante esos años, y la pedagogía y la didáctica que aplicaban esos profesores tan serios tuvieron mucho que ver con mi desencanto.

—¿Y en qué momento cambió eso? ¿Qué lo cambió?
—Fue un profesor. Creamos un vínculo muy hermoso, y jugábamos con el idioma; yo le hablaba en inglés y él me contestaba en alemán, lo que era un desafío superior, y ahí empezamos a hablar de las Lenguas. Redescubrí mi pasión por la traducción. Yo creo que ese hombre vino a mi vida a encarnar algo, algo mucho más generalizado. Descubrí gracias a él el desafío de comunicarnos en un código diferente y me llegó a una fibra a la que nadie había llegado antes. Averiguar que con la palabra, con la palabra desnuda, uno puede llegar al otro y ahondar en él. Y eso me llevó a buscar, a asociar, a poner en juego mi capacidad en inglés en ese sentido, ser una especie de tutora afectiva a la distancia.
A partir de eso retomé mi sueño de la traducción… Desde lo comercial la traducción literaria no es un género provechoso, como para vivir de eso. La mayoría de los que traducen obras literarias son escritores que saben el idioma, entonces tienen una fortaleza que el traductor no tiene. Pero así fue. Tuvieron que ponerse en juego sentimientos, vivencias. Y trasladado a los textos, si no me producen nada, no puedo traducirlos. Tengo que vincularme de algún modo con lo que siente el autor.

—¿Entonces, por qué no escribes más?
—Si no encuentro la inspiración y la motivación, me cuesta mucho. Me gusta escribir en inglés, más que en castellano, porque las palabras son mucho más lindas. Escribo lo que siento, describo sensaciones, me gusta escribir usando términos opuestos, hacer juegos de palabras, para que el sentido lo deduzca el que lo lee, interprete lo que pueda o lo que sienta. Cuentos cortos, descripciones, reflexiones… Son muy personales y tienen que ver con mis estados de ánimo.

—En tu blog hay cosas hermosas… Los referidos al idioma inglés en las películas, por ejemplo, son geniales…
—Cada vez que veo una película y me remite a algún libro similar, hago un paralelismo entre ellos. Por ejemplo, cuando vi «Perdidos en Tokio», esa soledad, el valor de la compañía, lo relacioné con un artículo periodístico que había leído y al que me remitió de inmediato. Y así tengo varios textos.

—¿Y poesía? ¿Te gustaría traducir poesía?
—Es lo más difícil. Shakeaspeare me encantaría porque es un clásico, y en cuanto a Whitman elegí once poesías con una temática que las atravesara —por ejemplo, el amor romántico, el amor de padre, de hijo, el amor a la muerte incluso—. Como autor es increíblemente prolífero. No sé si alguna vez me animaré a hacer traducción de poesía con métrica y rima, corriéndome del verso libre. Lo tengo pendiente como un partido de ajedrez, en el que hoy movería una línea, una pieza, mañana otra, pero si me dedicara solamente a ese género sería frustrante, tan frustrante como apasionante resulta el desafío.
Alguien a quien también me gustaría traducir y no escribió poesías es Virginia Woolf. Me encanta su corriente de escribir sin signos de puntuación, que en inglés se llama «stream of conciousness» —el inconsciente que fluye—, y ese sí es un estilo que me gusta, el reflexivo, donde se mezcla lo que se dice con los pensamientos. Es muy difícil leerla, imagínate traducirla. Me encantaría hacerlo.
Encontrar equivalentes que digan exactamente lo mismo, para que rime o coincida la cantidad de sílabas de los versos es imposible sin sacrificar el sentido. La poesía en inglés tiene mejor cadencia, las palabras son más rítmicas, y a veces cambiando el orden de la estructura sintáctica copias la rima original, como hacen los chicos que improvisan esas payadas en castellano y ponen todos los verbos en infinitivo al final. En Inglés es muy útil ubicar los pronombres al final, y así puedes mantener la rima y respetar el significado.
Cuando leo un poema en inglés y me encanta, no lo puedo traducir. Como el humor. Hay equivalentes, pero es intraducible, hay que entenderlo en el idioma original. Pero sin embargo es necesaria la traducción, porque de lo contrario la otra cultura se lo pierde, son desafíos que me impongo, buscar la manera.

—¿Y esas hermosas «Cartas para Violeta», que alguna vez leí?
—Eso sí es poesía. Como hasta ahora tenía que elegir obras de un catálogo, elegía por lo que me impactaba su título o lo que me hacía sentir una breve reseña. Kuhzur Wilson es un autor de la India que escribe poesía, un poeta itinerante, va haciendo instalaciones, toca la guitarra, está con cantautores, es un artista nato. En este libro, Violeta es un ser que él encuentra en todas sus vidas, en distintas formas. Me encantó la idea, cuando vi eso… me fascinó. De repente Violeta es una semilla y él está a su lado en un grano de arena, o Violeta es una gota en el océano y él la espera en la playa, o es un animal… Se encuentra con Violeta en todas sus vidas, no puedes leer una poesía sola. Eso estuvo muy bueno. Y tuve contacto directo con él, porque había cosas transculturales que no entendía y como él no sabe mucho inglés —su idioma es malayalám, ni siquiera es malayo— me puso en contacto con una amiga suya Shyma Pacha, que tradujo del malayalám al inglés y yo del inglés la pasé al castellano. Duele pensar en cómo se va diluyendo eso de una lengua a otra, pero es inevitable.
Por eso siempre elijo traducir del inglés al castellano, porque tengo mayor reserva de vocabulario. Traducir al revés, al inglés, es mucho más complejo. El sentido lo encuentro enseguida, pero hace falta conocer el matiz y el contexto donde va ubicada la obra.
Otra experiencia que viví fue con Paul Levinson, que simplemente te da la libertad de traducir una obra, en este caso una novela, y el autor lo único que hace es corregir, hace de editor, y te recuerda «bueno, fíjate, en un párrafo faltó una coma». Te sientes con libertad perfecta, pero no hay ningún intercambio. En la traducción el autor cumple un rol de acompañamiento técnico, la inspiración proviene de esa relación de seducción entre el texto y el traductor. En este trabajo lo que sentí fue amor a primera vista con «El complot para salvar a Sócrates», así se llama el libro de Levinson que “elegí” traducir. El tema era fascinante, proponía una teoría tan creativa como improbable: Sócrates no habría muerto, un par de sus discípulos lograba sacarlo de la celda y reemplazarlo por un clon. Una mezcla perfecta de historia griega clásica con condimentos de conspiraciones futuristas.

—¿Crees que hay cierto paralelismo entre la angustia del escritor —que debe «traducir» la realidad, al menos su realidad subjetiva— y la angustia del traductor nato?
—El escritor vive la angustia de la hoja en blanco, pero la angustia del traductor, que pareciera una labor que «es fácil», es peor porque su responsabilidad es doble. En la elección de las palabras, en el enfoque. Si el poeta lo dice de una manera perfecta, yo con una palabra puedo arruinarlo… Por eso es tan importante leer toda la obra del escritor que se va a traducir, interiorizarse en su universo simbólico. Cuando el traductor comprende la mentalidad del escritor y está en su misma sintonía, se transforma en un escritor que reescribe. Ya no piensa en el idioma nativo del autor, piensa en su propia lengua, y parece una obra independiente. Una verdadera traducción literaria no tiene que sonar a traducción, sino a obra pura.

—¿Por qué los grandes escritores, que se supone deberían estar dedicados a sus propias creaciones, traducen?
—Los escritores traducen porque ellos tienen la ventaja de saber escribir, como cuando me preguntabas si es más fácil traducir del inglés al castellano o del castellano al inglés. Yo traduzco del inglés al castellano porque mi idioma nativo es el castellano y lo manejo mejor. Los escritores, si saben inglés, aunque no sepan mucho, tienen el conocimiento de la escritura. La carencia de vocabulario la pueden investigar, pero tienen destreza absoluta en la escritura. El traductor tiene que saber escribir y tiene que conocer el idioma, pero no tiene que ser necesariamente escritor.

—¿Un escritor dedicará alma y vida a una traducción, en la misma medida que a una obra propia? No sé por qué me asaltó esa pregunta ahora…
—Yo creo que el escritor debe padecer al autor original, porque él reescribe algo que escribió otro, con su forma de ser, de pensar, con su estilo, y al escritor —si ya tiene sello propio— le debe costar, le debe costar mucho esa limitación, por llamarla de algún modo. En cambio el traductor simplemente respeta el estilo del autor original y lo reescribe, lo reacomoda, le puede agregar algo de su autoría pero nunca va a cambiar la estructura. El traductor descansa en la obra, es como escribir con red, aunque eso también lo condiciona, porque si es un traductor que tiene facilidad para escribir y quiere crear, no puede. Lo más importante es la fidelidad al autor; por más que yo piense que algo debería haberse dicho de otra manera, el autor eligió ésa y hay que respetarla.

—¿Y qué ha sucedido cuando el traductor logra esa simbiosis casi perfecta entre las dos versiones?
—Cuando lees algo que decís «¡qué bárbaro lo que hizo acá!», se tradujo la emoción, tu emoción. Eso es la motivación. De ahí viene la razón por la cual elegís a tal autor o tal otro, porque despierta en vos semejante emoción, que es lo que vas a necesitar para estar horas y horas encerrada en dos líneas, o en tres, como te pasa a vos como autora. Necesitas la emoción como combustible y disparador, pero no para modificarlo. Tu reserva de vocabulario —y sobre todo tu talento— van a ayudar.

—En definitiva, autor y traductor sufren por igual…
—Si lo haces limpiamente, el sufrimiento es muy parecido. Y no hay que confundir nunca los sentimientos del autor con los propios, la fidelidad al autor es lo excluyente en esta profesión. Pero al identificarte de alguna manera, al apasionarte por un autor, lo potencias.
Un traductor aprende más comparando traducciones que traduciendo, y eso, el estudio comparado —traducir un poema y buscar todas sus traducciones existentes, lo que hoy en día es factible con la tecnología, para enfrentarlas— no significa dejarse contaminar o influenciar. Es como cuando un escritor lee a otros escritores: nadie podría reclamarle por eso, todo lo contrario. Ése es un buen ejercicio, y debe haber tantas traducciones de un mismo poema como traductores.

—Qué mágico es que haya gente trabajando en transpolar obras valiosas de un idioma a otro, para que los lectores de todo el planeta las conozcan. Esta tarea, que encuentra su premio en sí misma, creo…
—Contrabandeamos tesoros…, y es un acto de generosidad que una obra llegue a todas las culturas y que todos puedan espiar esa obra. En realidad, cuando se admira mucho a un autor —y nobleza obliga decirlo—, lo ideal sería que ese lector aprendiera su idioma original para captarlo desde ese lugar… inequívoco.

—¿Se pierde siempre al traducir, al leer obras traducidas?
—Siempre. Traduttore—traditore (traductor—traidor). El traductor traiciona porque no puede transmitir todo lo que el autor dice. Es inevitable la pérdida de contenido, porque (excepto que se trate de palabras tengan una raíz similar, de un idioma latino a otro, de un idioma sajón a otro) tienen naturalezas totalmente diferentes, la etimología no tiene nada que ver. Inevitablemente hay una mutilación.

—¿Y puede suceder al revés, que una obra gane al ser traducida?
—Creo que la única manera en que se puede lograr eso es cuando te piden una traducción con un objetivo puntual —para convencer a alguien, para abrir las puertas a otra cosa, a otro mercado, incluso pidiéndote que lo mejores—, entonces como te lo pidieron y te autorizaron, te permiten hacer cambios que podrían llevar a que la obra gane.

—Por más que un genio de las letras se pusiera a traducir a un principiante, debería respetar hasta donde llegó el talento del otro…
—Tiene que respetar. Hablabas de genios de las letras dispuestos a traducir… Mi admiración por Borges, por ejemplo, es que llegó a traducir el sajón, que era el idioma antiguo anterior al inglés, la raíz del inglés, una mezcla de normando, alemán y la suma de dialectos ingleses, un poco como nuestro castellano antiguo. Traducir eso realmente necesita una comprensión superior, porque tiene otro formato, y esas traducciones suyas son fantásticas. Creo que lo hizo porque es un escritor con mayúscula, porque si no, es imposible interpretar así eso. Y tienes que tener una devoción por el conocimiento, por querer transmitir más allá… Hay un poema sajón traducido por Borges, que ahora me viene a la mente, que va a inspirar uno de mis próximos ensayos. Por algo y para algo suceden las cosas, y por eso estamos hablando acá, sin duda… Hay cosas que tenemos en nuestro interior y cuando menos lo esperamos salen a la luz.

—No me vas a dejar con esa duda ahora… ¿Qué poema es?
—Es uno donde queda demostrado lo que te decía antes, que para traducir poesía deben estar involucrados los sentimientos. Borges se inspira en sus ancestros, que eran de origen sajón, y hasta ha revelado en entrevistas que se siente una reencarnación de ellos… En unos versos dice: «A veces me pregunto qué razones / me mueven a estudiar sin esperanza / de precisión, mientras mi noche avanza, / la lengua de los ásperos sajones…»

—…Será, (me digo entonces) que de un modo / secreto y suficiente el alma sabe / que es inmortal y que su vasto y grave / círculo abarca todo y puede todo. Ese tema te apasiona, el de las vidas pasadas… —Podía trabajar en su propia obra, pero hizo algo que nadie hizo… Y sintió la necesidad de transmitirlo. Tengo tantas ganas de buscar cosas en las que no pude profundizar, pero eso a mí me maravilló siempre, es como traducir de una lengua muerta. Y si él no lo traduce, queda ahí.
Cuando Borges ya estaba ciego, recordó que sus abuelos provenían de esas tierras, que su madre le hablaba en ese idioma, y creyó que ése era el nuevo desafío que le proponía su ceguera.

—Sí… En el «Poema de los dones» habla de eso, y de esa ironía de Dios… Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche.
Por otro lado, Borges fue quien más sencillamente explicó cómo animarse a escribir, cuál es el secreto, desestimando la técnica y poniendo siempre la emoción por encima de cualquier otra variable. Para él la calidad de un poema estaba dada por la calidad de la emoción, así, textual…
—Y eso le dio sentido a su objetivo como traductor, la memoria emotiva. Y eso es lo que estoy tratando de descubrir ahora: cómo honrar mi don haciendo cosas que mi emoción me motive realmente. Si no, no existen buenas traducciones. El desafío tiene que estimularme desde la creatividad y la emoción. Al menos así debe ser para quien no quiera prostituir ese don. En ese sentido estoy en una etapa de quiebre y voy a empezar de nuevo. Hoy tengo claro a dónde quiero llegar. Todo lo que pasé fue absolutamente necesario para descubrirlo. No quiero traducir nada que no me motive y me atrape por completo. Y mi norte siempre es aquel profesor… El don en Inglés es «gift», que quiere decir «regalo», y un regalo no sirve si nos lo quedamos para nosotros. Un regalo es para dárselo a los demás.

Laura Echeverry

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