Crónicas del planeta rojo: acariciando un sueño

“Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.

—Siempre quise ver un marciano —dijo Michael— ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.

—Ahí están —dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.

Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.

Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada…”

Ray Bradbury: Crónicas marcianas

¿Cuántas veces habían soñado con el planeta rojo? Tantas noches devorando aquellos cuentos marcianos que recreaban los vastos paisajes atestados de extraterrestres, tan extraños como imposibles.

Se enamoraron de aquel planeta; su desolación, sus arenas rojas y aquella belleza inmaculada…

Cuando Howard G. Wells publicó su novela «La guerra de los mundos» allá por el año 1899, poco podía imaginar que sería responsable, en cierta medida, de encumbrar en la leyenda y el mito la sinuosa imagen del planeta dios de la guerra. En realidad, su novela era una insidiosa crítica a la vanidad y el egocentrismo de los seres humanos, convencidos de su poder absoluto sobre la naturaleza e incapaces de imaginar cualquier cosa que detentara ese poder.

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, algunos ojos poco expertos y no demasiado sofisticados, vieron construcciones gigantescas, canales, hechas por manos alienígenas, atravesando el planeta rojo de norte a sur, transportando agua y no se sabe qué, hacia ciudades de ensueño situadas alrededor del ecuador.

De hecho, las observaciones realizadas por Giovanni Virginio Schiaparelli en la gran oposición de 1877 fueron el principio del «gran amor» entre los humanos y los marcianos inexistentes. Schiaparelli afirmaba:

 

«Más que verdaderos canales, de la forma para nosotros más familiar, debemos imaginar depresiones del suelo no muy profundas, extendiéndose en dirección rectilínea por miles de kilómetros, con un ancho de 100, 200 kilómetros o más. Ya he señalado una vez más que, de no existir lluvia en Marte, estos canales son probablemente el principal mecanismo mediante el cual el agua (y con él la vida orgánica) puede extenderse sobre la superficie seca del planeta».

El problema se originó en el momento de traducir al inglés la palabra canali; en vez de usar channels, es decir, formaciones naturales del terreno se usó canals, esto es, construcciones artificiales hechas en este caso por intrigantes ingenieros marcianos.

A partir de ahí, se desató la locura roja; Percival Lowel «construyó» imaginativas y espectaculares ciudades extraterrestres y Orson Welles, con su formidable retrasmisión radiofónica de 1938, engañó a propios y extraños con una invasión marciana gentileza de H. G. Wells y su Guerra de los mundos.

Se cierra el círculo.

Hoy, los científicos están convencidos que, durante cierto tiempo, la superficie marciana contó su historia entre ríos inmensos y océanos someros que dejaron sus huellas recortadas entre las escarpadas paredes de sus montañas de tierra roja.

Eso fue hace miles de millones de años. Poco a poco, el planeta fue perdiendo su agua y su esplendor, convirtiendo su superficie en un vasto terreno lleno de cicatrices del pasado.

Marte, de la mitad de las medidas de la Tierra, es un planeta polvoriento y desierto, poco dado a experimentos extraterrestres a pesar de la insistencia de los seres humanos, dispuestos a no dejarse seducir por la persistente soledad, la cual nos sigue atenazando frente a este inmenso universo lleno de posibilidades y vacío de intercambios.

Es muy probable que algún día, tal vez no muy lejano, los humanos podamos pasear por los paisajes marcianos para sumergirnos en escenas de una sugerente extrañeza: asombrarse ante el Monte Olimpo, la montaña más alta del Sistema solar, de casi tres veces la altura del Everest; atisbar con precaución en el Valle Marineris, una inmensa cicatriz de un pasado glorioso en una guerra desconocida. O tal vez habrá que guarecerse de las tormentas de arena que pueden llegar a cubrir todo el planeta con un manto de tintes dorados, uniforme y desolador; o abrigarse finalmente, ante fríos polares de nieve sucia y escarcha de plata vieja.

Puestos a especular, tal vez el planeta Marte fuera un pequeño paraíso, hace miles de millones de años; un lugar donde se contaran crónicas marcianas a la luz de una vela de viento tenue, mientras las noches se mecían con la fragancia de un perfume inimaginable.

Quizás en el pasado, esos paisajes marcianos, que ahora nos muestran sofisticados artilugios de metal y curiosidad, fueran pantanos cuyas aguas esperaban impacientes la llegada del milagro de la vida, agazapado en un rincón diminuto de una roca de aspecto anodino.

Tal vez sí que llegó la vida, en forma de diminutas criaturas que esperaban convertirse en seres capaces de dominar los cielos y de comunicarse con las estrellas, mediante cerebros hechos de luz y con un lenguaje escrito bajo las arenas rojas y centelleantes.

Pero la sublime soledad de los paisajes marcianos, parecería indicar que aquel milagro no sucedió… No obstante, aún no se ha dicho la última palabra.

De hecho, los sapiens no han querido dejar nada al azar y la suposición. Una auténtica legión de naves y sondas espaciales están escudriñando el planeta como nunca antes se ha hecho con ningún otro objeto del Sistema solar, con la clara misión de preparar el terreno a una futura invasión extraterrestre en toda regla, solo que, en este caso, los aliens seremos nosotros.

Y aunque parezca pronto para afirmar algo así, todos sabemos que el tiempo pasa deprisa y que el desarrollo de nuevas tecnologías avanza a un ritmo desbocado. Visionarios (o locos) como Elon Musk o Richard Branson, afirman que la llegada de los seres humanos a Marte está más cerca de lo que cabría esperar. Las apuestas están echadas y mucho dinero se está invirtiendo para semejante hazaña.

La reciente llegada del magnífico rover Perseverance al planeta Marte, una auténtica joya de la ingeniería y de la capacidad de colaboración y esfuerzo de los seres humanos, nos sirve para volver a Bradbury y sus maravillosas Crónicas marcianas. En su prólogo afirma:

Es bueno renovar nuestra capacidad de asombro —dijo el filósofo—. Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia

Quieran los dioses que no perdamos ni esa capacidad de asombro ni ese niño curioso que llevamos dentro.

De momento, el dios de la guerra descansa frío y sereno, recóndito y misterioso, después de mil batallas gestadas en el aire incontestable de la leyenda.

Xavi Villanueva

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