El tratamiento de las mujeres en las reconstrucciones prehistóricas: nuevos relatos para el siglo XIX

 El uso del pasado –más o menos supuesto, más o menos científico- para validar situaciones o deseos del presente, es una constante visible en cualquier análisis historiográfico que pueda realizarse con tal objetivo. Ese es el caso, por ejemplo, de mi último proyecto de investigación que, bajo el título de «La mujer en el origen del hombre» fue financiado por el Instituto de la Mujer del Ministerio de Asuntos Sociales y ha dado lugar a una serie de publicaciones, entre las que destaco Querol 2001 y Querol y Triviño 2004. Tal investigación pretendía, por un lado, analizar hasta qué punto los discursos y representaciones de mujeres en el tema de los orígenes humanos, tanto desde el creacionismo como desde el evolucionismo, habían contribuido a perpetuar el rol pasivo y secundario atribuido a las mujeres por la sociedad judeo-cristiana del presente; por otro lado, se planteó también poner de manifiesto qué es lo que estaba por detrás de la palabra hombre cuando se escribía, se discutía o se representaba sobre ese tema, avanzando la hipótesis de que se tratara tan solo de varones, blancos, cultos y burgueses.

      Como puede observarse con la lectura de las dos obras citadas, entre otras (ver también Querol 2000 o Querol 2001b) ambos extremos quedaron comprobados en la medida en la que se pretendía; pero, como suele suceder en cualquier trabajo de investigación, muchos otros interrogantes relacionados fueron surgiendo y, además, cuestiones propias del momento presente de nuestra sociedad, como la violencia contra las mujeres, provocaron nuevas preguntas en este tipo de investigaciones y, desde luego, mi propio planteamiento como prehistoriadora y como feminista se modificó un tanto: ¿Es posible que el tratamiento dado a las mujeres en los discursos y en las representaciones de la Prehistoria haya podido contribuir, desde el punto de vista de la educación, a la situación actual?

      Para intentar responder y por supuesto para proponer alternativas, voy a concentrar en estas pocas páginas qué es lo que, desde la Prehistoria, se ha podido decir o imaginar mediante representaciones sobre la vida, el papel, la importancia o la situación de las mujeres de los primeros tiempos de la humanidad.

 UNA CUESTIÓN PREVIA: LA LENGUA CON LA QUE CONSTRUIMOS LA HISTORIA

      El hecho de que el lenguaje que empleamos para comunicar nuestros pensamientos y deseos, que es el mismo que usamos para construir la Historia, no sea algo neutro, es un tema ya muy tratado y debatido, sobre todo por el movimiento feminista occidental de los últimos treinta años. Estos trabajos (p.e. García Meseguer, 1988; Lozano, 1995 o Fernández de la Torre et al. 1999) analizan el fenómeno de que en las lenguas occidentales, en la actualidad, se asuma el uso universal del nombre masculino para hacer referencia a ambos sexos. Por otro lado, los avances teóricos del feminismo han demostrado que quien se erige como sujeto de la acción social es masculino y es excluyente, relegando a la categoría invisible del otro a la mitad de la humanidad.

      He de resaltar sin embargo, que toda esta literatura sobre el sexismo en el lenguaje es un fenómeno reciente; cuando la Prehistoria comenzó a existir como ciencia y se construyó como discurso, este tema simplemente no existía, ni tampoco tenía razones para existir, ya que por un lado, el lenguaje se aceptaba como algo inamovible e impuesto, una especie de ley universal intocable; y por otra parte, todo el mundo tenía claro que en los tratados y en los ensayos, cuando se hablaba de hombre se hablaba de hombre, y si se quería hacer referencia a las mujeres, en muy pocas ocasiones y casi siempre en relación con lo específico femenino –la reproducción, el sexo-, se hacía de forma explícita. Sin embargo, al menos desde mediados del siglo XX, y desde luego sólo en el mundo culto, nos encontramos con una aparente evidencia: nos enseñan que la palabra hombre significa casi siempre humanidad y que los masculinos son genéricos. En ese curioso y nunca bien estudiado contexto, algunas mujeres comienzan a darse cuenta de que esa invisibilidad es la causa principal de la reconstrucción de un pasado sexista; cuando se hace Historia utilizando un lenguaje en masculino, las mujeres del pasado se convierten en inexistentes y además se afianza la clásica y dañina oposición entre lo masculino visible y activo y lo femenino invisible y pasivo. El hombre en el sentido de ser humano se superpone en nuestras lenguas al hombre en el sentido de masculino, lo que produce confusionismo e incluso cierta perplejidad entre las mujeres que nos preguntamos si estamos incluidas en cada caso.

      Gracias a la llegada de la postmodernidad, ya en la segunda mitad del siglo XX, la gente estudiosa y especialista medita y publica sobre el hecho de que los lenguajes humanos no son instintivos ni naturales, sino que han sido y son continuamente construidos por las sociedades. Se puso en evidencia, aunque no sea un tema sobre el que se reflexione mucho, que los hábitos sociales, las formas de conducta, el repertorio de valores convenidos en los que cada sociedad vive inmersa, tienen un reflejo directo en el lenguaje. Y a su vez, como el lenguaje es el vehículo principal de la comunicación humana y, por ello, el medio por el que se transmiten los hábitos culturales de generación en generación, su influencia en la mentalidad y comportamiento de las personas resulta decisiva.

      Ahora bien, el fenómeno del hombre universal no es una casualidad inocente: sienta sus bases en los orígenes de las lenguas románicas, amalgama de pueblos mediterráneos herederos de una ancestral misoginia, y representa en toda su rotundidad la lengua y la cultura de un pueblo –el romano- en el que las mujeres no existían para la ciudadanía ni para la política, siendo una propiedad más de los hombres.

      A lo largo de los últimos dos siglos, y sobre todo en los últimos cincuenta años, esa situación ha comenzado a cambiar en la cultura occidental, lo que significa que lo ha hecho para un porcentaje bastante escaso de mujeres del mundo. Sin embargo, los lenguajes no han cambiado en la misma medida y existen muchas personas cultas que no se dan cuenta de que las mujeres no siempre somos hombres ni siempre estamos incluidas en el género masculino, incluso aunque así lo quisiéramos.

      Los análisis científicos realizados sobre este fenómeno son bastante numerosos. En nuestro país, y dentro del mundo académico de la Antropología, destaca, tanto por su contenido como por su temprana fecha, la tesis doctoral de María Jesús Buxó, publicada en 1978 y titulada Antropología de la Mujer, cognición, lengua e ideología cultural. Comienza declarando que una de sus intenciones es la de hacer significativo el hecho de que el estatus social de la mujer se revela en forma de discriminación lingüística (p.9), y que «en términos marxistas, la lengua o lenguas, en cuanto sistemas simbólicos, han servido y sirven como medio de comunicación, pero también son un medio de control de la realidad» (p.19). En el campo específico de la forma de hablar en masculino, dice: «Los genéricos son un modelo único de discriminación sexo-lingüística y reflejan la posición social superior y principal del hombre versus la importancia secundaria de la mujer…» (p. 97).

      La postura de M. Jesús Buxó respecto al futuro no es muy optimista. Esta autora asume que «el comportamiento lingüístico de y entre el hombre y la mujer es un reflejo del sistema socio-cultural» (p.193), de forma que «la mujer sólo podrá liberarse cuando se libere también el sistema social» (p.141). Considera por lo tanto que no valen de nada las iniciativas de corrección sexista en el lenguaje, pues «de la misma manera que no han tenido acceso al control de los medios de producción y no han participado en la organización del orden socio-cultural, en la misma medida las mujeres no pueden actuar en situaciones habituales sobre el código que usan porque el mismo está sexo-socialmente determinado y además lo está de un modo desfavorable, por la acción de los sistemas de control ideológico del grupo sexual dominante» (p. 146 y 147).

      Pese a estas posiciones negativas, en las décadas siguientes el número de publicaciones y trabajos, e incluso iniciativas de carácter político respecto a la erradicación del sexismo en el lenguaje y en las actitudes sociales, es mayor que nunca en nuestra historia.

      A pesar de ello he podido comprobar en mi revisión bibliográfica que prácticamente ninguna de estas iniciativas afectó a los discursos históricos, tanto desde el punto de vista de la Prehistoria –orígenes humanos y primeros tiempos- como desde el mundo eclesiástico, que también contribuye al conocimiento –o mejor a la formulación de ideas- sobre los orígenes humanos en sus tratados y textos escolares.

      Como conclusión he de destacar que el lenguaje con el que se construye la Historia no incluye a las mujeres; cerrando el círculo, hay que recordar también que las mujeres como tales no son objeto de la Historia, es decir, que lo que hacen –parir, criar, alimentar, cuidar- tiene muy poco que ver con lo que a la Historia le ha interesado –guerras, conquistas, alianzas, fronteras-. Así pues, si hoy alguien pretende incluir a las mujeres en la Historia, lo primero que tendrá que hacer es modificar el concepto y la filosofía de la Historia al mismo tiempo que modifica la lengua con la que la construye.

 

ESE LARGO SIGLO XIX

      El último tercio del siglo XIX constituye un verdadero hito en la historia de nuestra ciencia. No sólo se habla de ella y se la cita por primera vez, sino que su existencia, como una parte de la Historia especialmente ligada a las Ciencias Naturales, se defiende con argumentos más o menos curiosos u operativos. La razón principal de este suceso se llamaba Transformismo y hoy se conoce como Evolucionismo. Al presentarse y defenderse la idea de que los seres vivos no fueron creados directamente y como son por un ente superior, sino que son el resultado de una lenta acumulación de cambios dirigidos por la selección natural, el concepto fijista del mundo judeo-cristiano sufre una fuerte revolución y el factor «tiempo» pasa a jugar un papel: en definitiva, ahora hay un «pasado», un pasado tan amplio como para ser estudiado e historiado. Surgen y se desarrollan así las ciencias del tiempo largo, como la Paleontología, la Geología o la propia Prehistoria.

      Pero sus estatutos epistemológicos son muy distintos: la Paleontología y la Geología se pueden permitir el lujo de trabajar basándose en el actualismo: todo lo que ocurrió en el pasado con los animales o las plantas o los fenómenos erosivos es igual a como ocurre en el presente. Por lo tanto, su laboratorio de experimentación se denomina «Tierra» y no existe el menor interés en temas como, por ejemplo, el comportamiento social de los trilobites. No ocurre así con la Prehistoria, cuyo objetivo es el conocimiento de los orígenes y cambios en las primeras sociedades humanas, aquellas que no han dejado escritura que las explique ni argumentos que las justifique. Hay que reconstruirlas buscando y estudiando sus restos; pero ni las piedras talladas ni los huesos de animales aprovechados indican cuestiones sociales o religiosas o morales, por lo que no hay más remedio que inventárselas. Y como el intelecto humano es limitado, el mundo académico intenta utilizar el mismo truco de la Geología: el actualismo. Así se reconstruyen las sociedades del pasado más remoto –entonces no tan remoto, desde luego- tal cual las actuales más simples o campesinas. No hay prueba alguna de que fueran, por ejemplo, sociedades patriarcales, pero se asume como evidente en textos incluso en verso, como:

«¿Qué me dice Ud. acerca de los primeros pobladores?

Independientes vivieron;

La ley natural guardaron;

Patriarcal fue su gobierno;

Su ocupación, la del campo.»

                                     (Mestre y Martínez 1885:8)

      En cuanto al papel de las mujeres, la situación es exactamente la misma. Así uno de los primeros tratados de Prehistoria escritos en España, el del darwinista Sales y Ferré –Prehistoria y origen de la civilización, de 1880- atribuye a la invención de la cocina «el ennoblecimiento de la esposa, haciéndola dueña y administradora de la casa» (p.37). Por lo que respecta a los roles sexuales, no hay cambios entre el pasado y el presente: ella tenía a su cargo el vestido, el fuego, la comida, los adornos y la crianza de los hijos, mientras que las responsabilidades del hombre son la caza y la fabricación de las armas.

      Y hay que resaltar que se trata de una verdadera excepción, porque mientras Sales y Ferré publica este tratado, los libros de «Historia Universal» que se leen y se estudian recogen siempre en su primer capítulo el relato del Génesis (p. e. Laita y Moya 1887 o Parrilla y García 1891 entre muchos otros), fenómeno este que se repetirá hasta más o menos 1930 y resurgirá después en la posguerra (p.e. Edelvives 1943); y cuando por fin los textos escolares y los tratados de Historia dejen de incluir como primer capítulo la historia de Adán y Eva, serán los textos de Historia Sagrada o Religión los que la perpetúen hasta la actualidad.

      Ese fenómeno del actualismo, asumiendo hipótesis nunca contrastadas como verdades «positivas», se va a convertir en un poderoso virus que hoy por supuesto aún sobrevive y contra el que resulta muy difícil luchar. Su primer gran valedor fue el propio Darwin – sobre todo en su obra de 1874 La descendencia del hombre y la selección en relación al sexo- y sus explicaciones sobre las razones de los orígenes humanos, por supuesto actualistas, están por desgracia basadas en la asunción de la ya muy aceptada inferioridad psíquica y física de las mujeres, inferioridad que se apoya en el valor que Darwin otorga a la caza como actividad económica originaria.

      Según este autor, la caza era llevada a cabo exclusivamente por los varones, y era tan difícil y compleja y obligaba a tanta coordinación y entendimiento, que provocó o causó el desarrollo de la inteligencia del varón, mientras que las mujeres, esperando pasivas la llegada de los hombres con los alimentos cárnicos, no contribuyeron en nada a ese desarrollo, y «si no fuera por la ley de igualdad en la transmisión de la herencia, la diferencia física e intelectual que nos separa de las mujeres aún sería mayor de lo que es» (o.c. p. 719).

      Como hijo de su tiempo y de su cultura, Darwin había sido educado en una sociedad acomodada y victoriana en la que las mujeres tenían claros papeles subordinados, cuestión esta que el autor asume sin problema alguno: «Está generalmente admitido que en la mujer las facultades de intuición, de rápida percepción y quizás también las de imitación, son mucho más vivas que en el hombre; mas algunas de estas facultades, al menos, son propias y características de las razas inferiores, y por lo tanto corresponden a un estado de cultura pasado y más bajo» (id. p.720).

      Así, y por razones casi siempre enlazadas con las preferencias sexuales –por supuesto las preferencias sexuales de su sociedad y de su momento, incluso de él mismo-, desde el principio de su obra Darwin deja bien claro que las mujeres y los hombres son muy diferentes en lo físico: «El hombre por lo general es mucho más alto, más fuerte y pesado que la mujer, con las espaldas más cuadradas y los músculos más desarrollados… la arcada superciliar está generalmente más pronunciada en el hombre que en la mujer» (id. p.711).

      Y de los caracteres físicos pasa a los psíquicos: «En el caso de la especie humana, tuvieron que defender a sus hembras, así como a sus hijos, contra enemigos de todas clases y cazar para asegurar su subsistencia. Pero para evitar a sus enemigos o acometerlos con fortuna, para capturar animales bravíos y preparar armas, se requiere la intervención de superiores facultades mentales, como observación, razón, invención o imaginación. Esas diversas facultades se habrán hallado en constante prueba, siendo objeto de una selección, durante la virilidad, periodo en el cual además se fortalecerían por el uso. En consecuencia, según el principio ya aludido, podemos suponer que al fin tendieron a trasmitirse, principalmente en los descendientes machos, en la edad correspondiente a la virilidad» (id. p.721).

      Todas estas modificaciones adquiridas por las personas mediante la selección sexual  aparecen para Darwin tan marcadas que, dice, «a menudo los dos sexos han sido clasificados como especies distintas y hasta como géneros diferentes» (id. p. 786). En todo caso, lo que resulta digno de ser subrayado es que no hubiera importado mucho la enumeración y exaltación de todas estas diferencias, si la valoración de los hombres y de las mujeres hubiera sido equilibrada. Pero en su discurso, igual que en el todos sus contemporáneos creacionistas, daba igual que pesara más o menos, que sus espaldas fueran más o menos anchas o su cráneo más o menos voluminoso. Fuera como fuera, hiciera lo que hiciera, el valor de la mujer era menor que el del hombre.

      Y como estamos viendo, lo que no tiene posibilidad de discusión para este autor, lo que es presentado como una verdad irrebatible –en realidad, como se presentaban todas las hipótesis científicas en aquel momento, aunque jamás hubieran sido objeto de contrastación- era que cada una de estas diferencias, tan desventajosas siempre para las mujeres, se debía «a la herencia de sus antecesores machos semihumanos» (id. p.719). El modo de vivir y de adaptarse al medio de esos «semihumanos» era por lo tanto el determinante de toda la historia posterior de desventajas para la parte femenina; y ese modo de vivir era, sobre todo, la caza.

      En realidad no deja de asombrarnos la fuerza impresionante del paradigma expresado en el binomio actualista caza-superioridad del varón, que sin el menor asomo de duda atraviesa tantas décadas para repetirse, incólume, en los 60: «La caza determina la posición de la mujer. En un ambiente de lucha constante y errabunda que domina la vida de los cazadores, no hay espacio alguno para la ocupación, en pie de igualdad, de la mujer, la cual queda ligada al hogar y agota su misión en el cumplimiento de los deberes corporales y caseros» (Behn, 1961). O en los 70:  «Así surgió  la segregación sexual en la vida cotidiana, los machos en el ámbito de la caza, las hembras y la cría en el hogar (hoy es la oficina y el hogar)» (Ardrey, 1978: 105). O en el siglo XXI: «… las principales diferencias biológicas entre los sexos… se pueden explicar por referencia a la primitiva división del trabajo que se desarrolló en nuestra especie, con los hombres cazadores diseñados para la velocidad y la fuerza, y las mujeres recolectoras de alimentos caracterizadas por la resistencia y el instinto materno» (Morris, 2000:46).

      Esta asunción de la caza como principio de diferenciación sexual en los orígenes del comportamiento humano es, en mi opinión, uno de los más claros ejemplos de los razonamientos utilizados en la base de la cultura occidental judeo-cristiana para mantener infravaloradas las actitudes y aptitudes de las mujeres.

      En definitiva, la obra de Darwin, con todo lo que movió y modificó en la base misma del pensamiento occidental, podía haberse constituido en la esperanza de una explicación más amable o más considerada para las diferencias femeninas; pero de ninguna manera podemos imaginar que para el célebre inglés este aspecto hubiera podido tener la menor importancia. Él no se dio cuenta, ni tampoco su contexto social lo debería haber obligado a ello, que estaba repitiendo, en la atribución de roles sociales a los hombres y a las mujeres en el más remoto pasado, y en sus explicaciones, prácticamente todos los principios en los que el creacionismo había basado esa inferioridad femenina; es decir, que estaba tan sólo sustituyendo a Dios por la Naturaleza.

 

MUJERES EN LA PREHISTORIA, HOY

      A partir de la década de los 80 del pasado siglo XX, la investigación prehistórica norteamericana se centra en un tema nuevo: la superación del paradigma de la caza con la hipótesis del carroñeo. Se trata de una cuestión muy publicada que no voy a desarrollar aquí, pero me gustaría señalar que la situación, por lo que respecta al papel de las mujeres en las sociedades primigenias, no cambia, ya que son ellos, los hombres, los que aparecen siempre, en los discursos y en las representaciones, consiguiendo la carne, sea por caza o por carroñeo primario o secundario.

      Otro campo muy desarrollado en los últimos veinte años, en el contexto de los orígenes humanos, ha sido el de la sexualidad, maternidad y familia, campo este en el que, forzosamente, hay que hablar de mujeres, por lo que en muchos textos modernos esa palabra diferenciadora –«mujer»- sólo aparece ahí. Así, en el conocido libro de Arsuaga y Martínez (1998), puede leerse:

      «Para que un macho de los primeros homínidos bípedos alimentase a una hembra con crías… tendría que estar seguro de que esas crías llevaban sus propios genes. Si las hembras de la especie tenían periodos de celo, habría que vigilarlas estrechamente durante todo el tiempo que éste durase. Si además la hembra no tenía estro, es decir, si no era posible saber cuándo estaba ovulando (para monopolizarla durante ese tiempo), la única alternativa viable para asegurar la paternidad era la monogamia y la fidelidad sexual» (pp. 211 y 212).

      Este tipo de discursos, en los que las mujeres aparecen vigiladas y mantenidas, reducida su movilidad a los espacios interiores –campamentos, cuevas- parece ser el preferido por la literatura prehistórica más reciente, incluso dentro de la corriente más moderada, la que denominamos «de cooperación», en la que precisamente la palabra «compartir» se presenta como motor de un cambio en el comportamiento que daba lugar a la gran revolución, al gran paso entre homínidos y humanos. Sin embargo la mecánica de ese modelo no mostró nunca a unas mujeres activas, recolectoras o forrajeadoras, que llegaran al campamento después de su trabajo para compartir lo recogido con los demás miembros del grupo, sino que, en contra de todos los documentos existentes en antropología sobre las sociedades actuales o para actuales de tecnología simple, eran los hombres los que aportaban la carne o incluso los vegetales conseguidos con su trabajo para compartirlo con las mujeres que, a cambio, permanecían cuidando a las crías.

      Incluso cuando los discursos están cuidados, son modernos y, además, son famosos, el tema de las ilustraciones parece escaparse de tal control. Ese podría ser el ejemplo del conocido y leído libro de Carbonell y Sala Planeta humano (2000). En él, el dibujante Francesc Riart ha incluido 19 láminas con dibujos de las que en 16 se pueden distinguir personajes humanos. En total se reconoce el género o sexo en 53 individuos, de los que tan sólo 12 son mujeres, casi todas con criaturas en los brazos o arrodilladas.

      Sin la menor duda, y como ya he publicado con anterioridad (Querol 2000b:173), esta infrarrepresentación de las mujeres no se debe a un deseo pensado, preparado y explícito, sino a accidentes caprichosos cuya más frecuente excusa es «no me he dado cuenta».

      El desarrollo de la Prehistoria posterior a los orígenes y primeros tiempos, fase con frecuencia denominada Protohistoria, deja muy escaso campo para las reconstrucciones sociales porque los criterios tecnológicos y de procedencias geográficas son los que más han contribuido al diseño de sus discursos. Esta característica, muy bien explicada, p.e., por Hernando (1999:289 y sigs.) ha supuesto un verdadero escollo a la hora de divulgar los conocimientos del pasado a una sociedad a la que le aburren y le abruman, casi siempre con razón, esos criterios tecnológicos y que quiere escuchar cuestiones más cercanas y comprensibles como de qué vivían, cómo se relacionaban, para qué serían esos cacharros, cómo se vestían o cómo se enterraban. Acudiendo así a un actualismo a menudo exagerado, cuando no queda más remedio que hacerlo porque se está programando una exposición, abriendo al público un yacimiento o escribiendo un texto para criaturas, se reconstruyen las formas de vida campesina, agricultora o ganadera, con o sin metales, tomando como modelo a las aldeas en las que nuestras bisabuelas se dejaron la salud yendo a por agua a la fuente.

 

HACIA UN NUEVO DISCURSO

      Es evidente que la inercia en la que la Arqueología se ahoga, en un momento de superación de tantos paradigmas, nos lleva a refugiarnos en medidas, en formas y en técnicas, espacio positivista en el que nos sentimos con más comodidad que cuando se trata de reconstruir sociedades. Pero ese espacio que nos es tan querido se está alejando cada vez más de la incidencia social positiva que hoy se espera de cualquier ciencia humana, y más cuando, como ocurre con la Arqueología, esa ciencia es el vehículo por medio del cual el pasado llega –o debe llegar para ser comprendido y conocido- al presente.

      Los discursos positivistas parecen haber bastado, con su aparente inocencia, para rellenar al menos cincuenta años de nuestra historia, más o menos la segunda mitad del siglo XX; pero el segundo milenio ha puesto sobre la mesa, de forma abrupta en ocasiones, nuevas exigencias ante las que nos cuesta reaccionar. Al intentar introducir los resultados de nuestras investigaciones, por fin, en el ciclo de conocimiento de la Historia, no tenemos más remedio que incluir al olvidado objetivo último de esas investigaciones: los grupos humanos, las sociedades del pasado. Es entonces cuando nos damos cuenta –nos estamos dando cuenta a la fuerza- de que entre el apurado y sofisticado conocimiento de las medidas, las composiciones químicas y los procesos técnicos y la gente que estaba por detrás, existe un abismo, abismo este sobre el que se ha escrito más bien poco (ver, p.e. Hernando 2002).

      Por lo que respecta, en concreto, al tema que me ocupa, el papel de las mujeres en las sociedades del pasado, ¿cuáles son los caminos establecidos por la ciencia arqueológica para averiguarlo? Prácticamente ninguno. Y lo mismo se puede decir ante cualquier otra pregunta puramente social, como por ejemplo si las personas de cierta edad trabajaban, si las criaturas eran cuidadas por sus propias madres o por grupos de hombres/mujeres tipo guarderías, cuáles eran los tabúes, si es que los había, en torno a la menstruación o qué importancia alcanzó, en determinada sociedad, la fabricación de zapatos.

      En definitiva, hoy por hoy no tenemos más remedio que asumir algo bastante negativo: la Arqueología no ha establecido aún los medios científicos para contrastar hipótesis sociales, salvo verdaderas excepciones; sin embargo la presión económica actual –turismo, puesta en valor, presentación al público, educación- nos está obligando a construir discursos sociales a través de palabras y de imágenes, discursos muy comprometidos siempre porque no tenemos, para ellos, pruebas científicas. Así, existen las mismas «pruebas» –es decir, ninguna- de que las mujeres jugaran un papel importante en los orígenes y primeros tiempos de la humanidad como de lo contrario. Pues bien, ¿no podríamos modificar nuestro lenguaje y nuestras imágenes en pro de un deseo tan generalizado en la sociedad occidental como la igualdad, el respeto y el equilibrio entre los géneros? ¿Qué nos costaría representar tanto a hombres como a mujeres de la Prehistoria, en número similar, realizando por igual todo tipo de tareas y en las mismas actitudes? ¿Que no tenemos pruebas? Tampoco las tenemos de lo contrario y sin embargo lo hacemos.

      Lo que ganaríamos con tal representación –tan idealizada como la que en la actualidad estamos haciendo- se refiere a la educación, sobre todo de las nuevas generaciones, que recibirían un mensaje distinto que les alejara, al menos un poco, de la idea tan general y tan peligrosa de que la invisibilidad, la inferioridad y la escasa importancia de las mujeres y de sus trabajos ha sido siempre igual, desde el principio de los tiempos.

      Los nuevos relatos, los relatos del siglo XXI asumirían así una responsabilidad social mucho mayor que la que puede suponer, por ejemplo, acertar en la fecha concreta, en el tipo o en la forma de los restos arqueológicos. Es una responsabilidad social y actual, mucho más cercana, mucho más comprometida y mucho menos pensada.

 

Mª Ángeles Querol

 

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