El Silmarillion

A lo largo de toda su vida, J.R.R. Tolkien guardó junto a él un manuscrito por el que sentía un peculiar afecto. Siempre que disponía de un momento libre se dedicaba a ampliarlo, a mejorarlo, añadía y rectificaba… Así pasaron los años y cuando marchó al encuentro del misterio, legó a su hijo la labor de compilarlo y publicarlo. Tras una ardua labor, Christopher Tolkien pudo presentar el manuscrito al editor. Su título era El Silmarillion.

    Que El Señor de los Anillos es una de las grandes obras literarias que ha dado el siglo XX, es ya un hecho innegable. Está relatado con tanto detalle que al lector le da la sensación de que no se trata de un libro de ficción, sino que de alguna mágica forma, Tolkien accedió a ese mundo y relató lo que había visto con sus propios ojos. No es sorprendente que él mismo confesara: «siempre tuve la sensación de registrar algo que ya estaba allí, en alguna parte, jamás la de inventar». Pero lo que hace de ella una gran obra no es sólo su riqueza de matices, sino esa fantástica lucha entre el bien y el mal que produce ecos en nuestro interior. No hay subterfugios ni giros extraños: el mal es claramente el mal y el bien es claramente el bien. Nos habla de lugares y seres fantásticos que nos gustaría conocer, pedirles ayuda para luchar en un mundo donde ni los héroes son claramente héroes, ni el mal es siempre tan claro y fácil de detectar; un mundo en el que muchas veces nos encontramos perdidos sin tener a nuestro alcance a ningún sabio Gandalf o a ninguna dama Galadriel a quien pedir consejo.

   Si tú has sentido algo de todo esto leyendo El Señor de los Anillos, te recomiendo que te atrevas con El Silmarillion. Se trata de una narración mitológica a gran escala, desde los orígenes de la Tierra Media hasta los hechos narrados en El señor de los Anillos, ya en la Tercera Edad. En él nos encontramos con el origen de Sauron, «el Nigromante» o Señor Oscuro; sabemos más sobre los Dúnedain, sobre el origen de enanos y elfos y como nació su enemistad… Las bases de un mundo fascinante que se dio a conocer con El Hobbit y El Señor de los Anillos, pues El Silmarillion fue para el profesor Tolkien su proyecto más ambicioso: lograr plasmar un nexo con nuestro pasado cultural europeo a través de todo un mundo mitológico completo. Se lo recomiendo no sólo a los que quieran conocer el origen de los elfos y demás criaturas de la Tierra Media, sino a todos los amantes de los relatos mitológicos.

   El amor de Tolkien por el lenguaje le llevó no sólo a desenvolverse en latín, griego y otras lenguas, sino también a buscar un origen común perdido en el tiempo. Para ello leyó y tradujo textos antiguos en anglosajón, galés, noruego, alemán… y se sumergió en sus mitologías. Como estudiante de Oxford, perteneció a distintas hermandades que leían ensayos, sagas noruegas, islandesas, finlandesas… y sostenían debates. Pero el lugar más querido en su corazón lo ocupó el Tea Club and Barrovian Society, en el que encontró algunos de sus mejores amigos, expertos en música, dibujo, matemáticas, poesía, literatura inglesa… Todos tenían un punto común: la predilección por la literatura griega y latina. En aquellas reuniones, en las que les gustaba deleitarse fumando un buen tabaco de pipa y compartiendo la mejor cerveza, sus respectivos talentos se multiplicaban, soñando que de aquel grupo humano surgiera algo verdaderamente grande, algo que ofreciera a su generación una nueva luz. Yo creo que lo cumplieron, pues de todos ellos bebió Tolkien para crear una obra que ha despertado en todas las generaciones posteriores el deseo de crear un mundo hermoso y mágico, y luchar contra las fuerzas oscuras que tratan de sumir al hombre en las tinieblas del egoísmo y la mente puramente racional, dejando de lado la capacidad de volar en alas de la imaginación creadora y de luchar por una causa más grande que uno mismo. De hecho, Tolkien veía el siglo en el que le había tocado vivir, como un mundo que se estaba degradando. Ese mundo imaginario, rescatado de antiguas tradiciones, no fue sólo su refugio, sino su legado, pues él mismo dijo: «¿por qué habría de despreciarse a un hombre si, hallándose en prisión, trata de escapar e ir a casa, o, de no poderlo hacer, porque piense y hable de temas que no sean sus carceleros y los muros de la prisión?».

   Vista toda esta introducción, veamos qué es y de qué consta El Silmarillion. En primer lugar, se publicó cuatro años después de la muerte de su autor, tarea llevada a cabo por su hijo Christopher, cumpliendo así el último deseo de su padre. Los deteriorados cuadernos de notas referentes a las múltiples historias que pueblan este libro se remontan a 1917, historias en las que Tolkien siguió trabajando hasta sus últimos días. De una misma trama existían diversas versiones, pues con el transcurso de los años fue depositando en ellas sus múltiples inquietudes filosóficas y religiosas. Reescribía las historias una y otra vez, con nuevos ajustes y detalles, lo que hizo que a lo largo de los años se produjera una falta de homogeneidad en la obra. Cuando su hijo la leyó por primera vez, no tenía forma publicable, compuesta a veces en forma de crónica, a veces de poemas o de leyendas, como si hubiesen sobrevivido a una antiquísima tradición. Esto hizo que la labor de rescatar la infinitas notas al respecto y darles coherencia fuese realmente titánica. Cuando al fin lo presentó al editor, éste le dijo «El Silmarillion contiene material maravilloso de sobra; en realidad, más que un libro en sí mismo, es una mina que puede ser aprovechada para escribir posteriormente más libros». Y precisamente esa es la razón de que algunos críticos hayan reprochado al libro su falta de unidad y que el considerable  número de personajes que contiene llegue a aturdir. Es cierto que, en general, las historias no están demasiado desarrolladas, pero la riqueza de su contenido suple esta «falta» con creces; por otra parte, es posible que esa supuesta carencia sea totalmente intencionada, pues el mismo autor explicaba que su intención con él era «dejar lugar para otras manos y mentes que aportaran música, drama y pintura».

   En realidad, El Silmarillion en sí es el cuerpo central del libro, pues el volumen incluye otras obras cortas. Tolkien no sólo refleja su amor por los mitos, cuentos y leyendas, sino también su vena romántica. Es de todos sus fans conocido que en uno de los capítulos más bellos, la historia de amor de Beren y Lúthien, plasmó Tolkien las muchas dificultades que debieron enfrentar su esposa y él antes de poder unir sus vidas. Si alguien visita sus tumbas se encontrará con esta inscripción: Edith Mary Tolkien, Lúthien, 1889 – 1971. John Ronald Reuel Tolkien, Beren, 1892-1973.

   También vienen detallados mapas de todos los lugares descritos, genealogías de los principales personajes, apuntes sobre la correcta pronunciación de las palabras, un completo índice de nombres (para seguir la pista a los innumerables personajes que andan y respiran en el libro) y un apéndice sobre la lengua Eldarin.

   Que todo El Silmarillion esté escrito con tanta riqueza de detalle, es gracias a que los elfos son inmortales, pudiendo así narrar en primera persona hechos ocurridos ya en la Primera Edad de la Tierra Media, miles de años atrás. A diferencia de El Señor de los Anillos, que está narrado a través de los ojos de los hobbits, El Silmarillion está narrado a través de los recuerdos de los elfos; de hecho los hobbits no aparecen, pues es una raza posterior a la Primera y Segunda Edad de la Tierra Media. En ellos el hombre es una figura casi secundaria; el tono mítico de los primeros relatos cambia con la aparición del hombre o los «Segundos Nacidos», volviéndose la narración más tipo cuento o leyenda, como si se tratara de hechos históricos más cercanos a nosotros. Como todo texto mitológico, El Silmarillion no sólo nos cuenta el origen divino del mundo, sino que narra «la Caída» -algo que también encontramos en las más profundas tradiciones de todos los pueblos-, primero de los elfos y luego de los hombres, que por sus malas acciones pierden la divina isla de Númenor (Atalantë en lengua élfica), regalo de los dioses a las tres casas de los hombres que lucharon junto a los elfos contra el Señor Oscuro al final de la Primera Edad. El don que el supremo dios otorga a los hombres es la mortalidad, la libertad de los círculos del mundo, mientras que el de los elfos es ser inmortales para ayudar a los dioses a llevar a Arda (la Tierra) a su pleno florecimiento, pues están atados a su destino. Deben enseñar y abrir el camino de «los Seguidores» (los hombres) para irse desvaneciendo de este mundo a medida que los hombres crecen y se hacen fuertes. En un fragmento del libro se explica que Dios «quiso que los corazones de los hombres buscaran siempre más allá y no encontraran reposo en el mundo; pero tendrían en cambio el poder de modelar sus propias vidas, entre las fuerzas y los azares mundanos, más allá de la música de los Ainur, que es como el destino para toda otra criatura; y por obra de los Hombres todo habría de completarse, en forma y acto, hasta en lo último y lo más pequeño». Pero con el paso del tiempo el hombre olvida las enseñanzas, olvida que la mortalidad es en realidad un don y comienza a temer a la muerte. Ese miedo es aprovechado por Sauron, que corrompe a los hombres de Númenor y los inicia en la magia negra hasta que terminan rebelándose contra los dioses: «Ilúvatar sabía que los hombres, arrojados al torbellino de los poderes del mundo, se extraviarían a menudo y no utilizarían sus dones en armonía, y dijo: También ellos sabrán, llegado el momento, que todo cuanto hagan contribuirá al fin sólo a la gloria de mi obra». Tolkien incluye así su visión de un enigma muy antiguo, en el que multitud de filósofos y místicos han reflexionado, escrito y hablado a lo largo de miles de años: hasta qué punto el destino está escrito o por escribir, o lo que es lo mismo: predestinación o libre albedrío.

   Como castigo a esta rebelión, Arda es asolada por diversos cataclismos y la isla de Númenor es devorada por las aguas y desaparece de la historia, lo que nos remite al mito platónico de la Atlántida. Después de esto, los Valar -los dioses- y el Reino Bendecido en el que habitan, desaparecen del mundo visible; marcando el comienzo de la Segunda Edad, en la que todo el mundo conocido ha cambiado, Arda se ha vuelto curva y finita, salvo por mediación de la muerte. Sólo los elfos pueden todavía encontrar el «camino recto» que lleva al reino sagrado de los Dioses. En el libro no se explica plenamente la naturaleza de los magos, pero nos deja entrever que tienen la misión de estar cerca de los enemigos del Señor Oscuro para estimular su valor y su inteligencia a la hora de enfrentar al mal, pues son enviados de los Valar, que no olvidan a los «Segundos nacidos», aunque los hombres hace ya mucho que los han olvidado.

   Tolkien amaba el pasado del hombre, porque en él veía la solución a todos los males que estaban asolando el mundo. Él vivió en carne propia la Segunda Guerra Mundial; en ella perdió a muchos de sus mejores amigos, aquellos jóvenes idealistas como él, que soñaban con cambiar las cosas. Rescatar del olvido una mitología para su pueblo, que en un principio fue pensada para los ingleses y luego para toda Europa, fue en cierta forma una tarea que emprendió en su memoria. Él trata de hacernos recordar, pues lo que el hombre olvida está condenado a repetirlo una y otra vez. Nos recuerda que el Señor Oscuro existe y es capaz de disfrazarse de múltiples formas para confundirnos, tal como hace en El Silmarillion. La luz de Valinor (los dioses) también existe, y aunque aparentemente está fuera de nuestro alcance, tiene la misión de cuidar de nosotros, y periódicamente envía sabios como Gandalf para animarnos a enfrentarnos a nuestras dudas y miedos y vencerlos. Los héroes del El Silmarillion lo consiguen ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros?

Elena Machado

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