El hombre egipcio ante la Vida y la muerte

Los antiguos egipcios amaban profundamente su tierra, a la que llamaban Ta-Meri, la tierra amada. Una tierra sagrada bendecida por la inmanente presencia de sus dioses, cuyo Ka se mantuvo vivo en los templos durante 4.000 años alimentado cada día con las ofrendas, ritos y plegarias de un pueblo profundamente religioso, amante de la vida, del amor y la belleza, cuya alegría de vivir sólo era superada por su devoción incondicional a «lo divino y lo eterno».

Por eso, quienes han definido al antiguo Egipto como una cultura funeraria cuyos habitantes vivían obsesionados con la idea de la muerte, han cometido un gran error, pues a través de sus textos, sus tumbas, sus rituales y monumentos funerarios, los antiguos egipcios no rendían culto a la muerte sino a la inmortalidad. Es decir, no es que amasen poco su vida en la tierra, es que amaban aún más la vida eterna. Por eso, todas sus ceremonias y festivales sagrados, las ofrendas divinas y funerarias, las estatuas del ka, las fórmulas y recitaciones mágicas, las escenas y símbolos jeroglíficos grabados en sus tumbas, papiros y sarcófagos, así como los amuletos mágicos de protección que depositaban entre los vendajes de la momia, garantizaban al alma del difunto un buen viaje por el más allá y un hermoso destino en los gloriosos jardines de la eternidad.

Para la cosmovisión del antiguo Egipto, el nacimiento y la muerte constituyen las dos orillas del río de la Vida. Dos estados alternativos entre los que se desenvuelve la existencia del hombre egipcio. De tal forma que para ellos la vida era una escuela de aprendizaje y la muerte el examen final que el hombre tenía que hacer en presencia de los dioses. Por eso llamaban a sus escuelas de sabiduría La Casa de la Vida, mientras que sus tumbas eran Las moradas de Eternidad. Y es que para ellos la vida en la tierra era la oportunidad que los dioses brindan al hombre para que pueda ejercitarse en el arte de vivir, a fin de alcanzar la maestría y convertirse en un ser sabio y venerable. Por otro lado, no veían la muerte como la extinción definitiva de su existencia sino como un proceso de transformación espiritual y un camino de tránsito hacia la eternidad.

Partiendo de esta base, es lógico pensar que los sabios egipcios, cuya ciencia revela una naturaleza altamente metafísica a la vez que extraordinariamente práctica, se preocupasen muy seriamente de establecer no solo un manual práctico de consejos y enseñanzas que les sirviera para ejercitarse en el arte de vivir (como ha quedado recogido en los textos sapienciales), sino también una guía de viaje para el más allá que les ayudase a recorrer con éxito el difícil viaje que debía realizar el Alma del difunto por la fantástica geografía del inframundo, a fin de poder alcanzar la inmortalidad, que es precisamente el corpus de textos funerarios, como el conocido Libro de los muertos.

Toda esta Sabiduría dual de Maat que a través de los textos sapienciales y los textos funerarios expresa una filosofía de la vida y una ciencia de la muerte, pone de relieve uno de los principios fundamentales de la cosmovisión egipcia: la dualidad vida-muerte. Una dualidad que ellos veían expresada en su propio espacio geográfico a través de las dos orillas del Nilo, la ribera oriental u orilla de los vivos y la ribera occidental u orilla de los muertos. Dos mundos que, siendo opuestos y a la vez complementarios, toman como modelo teleológico el nacimiento (el alba) y la muerte del sol (el ocaso), para orientar no sólo su espacio vital, sino también su pensamiento.

Podemos decir entonces que los antiguos egipcios concebían la vida y la muerte como dos estados alternativos o dimensiones complementarias de la existencia. Para ellos la vida era una escuela de enseñanza y la muerte, no era la extinción definitiva, sino el tránsito imprescindible para poder vivir en el más allá junto a sus padres, los dioses. Por eso, igual que Oriente es el horizonte de la luz por el que nace y renace Ra, el Señor de la Vida y el Orden de los mundos, Occidente era para ellos la puerta al más allá; pues el alma humana ligada al curso del Sol, abandona esta vida por el mismo lugar en que el astro rey se pone y comienza allí su viaje para renacer en los Jardines de la Eternidad (el Amenti, el Campo de los Juncos, Campos del Iaru etc.). De esta forma, el curso diurno del sol por el firmamento (eje Este-Oeste), y su curso nocturno (eje Oeste-Este), se convierte dentro de la cosmovisión egipcia, en el modelo paradigmático de vida, muerte y renacimiento.

De esa forma, cada noche, mientras el dios Ra bajo su forma de Osiris, atraviesa el cielo nocturno en su barca Mesjetet y auxiliado por su tripulación divina recorre las doce horas del Amduat derrotando a las oscuras potencias del caos que pretenden aniquilar la creación, aquí, en la tierra de los vivos; cada día, al llegar la noche, el vientre estrellado de la madre Nut, resplandece de gozo mientras los Señores de la Eternidad navegan por su cuerpo infinito en sus barcas de los millones de años, sosteniendo la Maat en el universo. La bóveda celeste o firmamento estrellado, simbólicamente representada por el cuerpo de la diosa Nut, es el reino de los dioses; de tal forma que es la Geografía celeste la que orienta la geografía y la arquitectura sagrada de los antiguos egipcios en su constante afán de poder convertir la tierra en un espejo de la divina armonía celeste.

Dado que el sol renace cada día por el horizonte oriental y desaparece cada tarde tras el horizonte occidental para descender al inframundo, dentro del pensamiento egipcio, la orilla oriental del Nilo se convirtió en la tierra de los vivos y la orilla occidental en la tierra de los muertos. Esto explica por qué prácticamente todas las ciudades, palacios, Casas de la Vida (escuelas de sabiduría) y templos del culto divino, se edificaban sobre la ribera oriental, mientras que las necrópolis con sus tumbas, pirámides, escuelas de embalsamadores y templos funerarios, se hallaban en la ribera occidental. De esa forma, en la cosmovisión egipcia, el Nilo y el Sol, junto a las demás potencias de la naturaleza, interactúan entre sí de una forma tan complementaria como interdependiente para que el hombre egipcio pueda vivir su existencia en perfecta armonía con el Universo.

Como podemos ver en sus textos sapienciales y sus estelas e inscripciones funerarias los antiguos egipcios concebían dos dimensiones bien diferenciadas de la existencia: una vida en el más acá, que es el mundo de los vivos que habitan sobre la faz de la tierra, y una vida en el más allá, que es el mundo celeste en el que habitan los dioses, los poderes cósmicos y el espíritu de los justificados y ancestros. Ahora bien, conviene señalar que entre ambos mundos existen dos procesos de tránsito de crucial importancia que son el nacimiento y la muerte, pero significativamente, la muerte es entendida por ellos como nacer a la vida del más allá, de igual forma que el nacimiento físico ellos lo entendían como venir a la existencia en el mundo del más acá, es decir, en la tierra.

Por eso, en los capítulos 38/39 del Libro de los Muertos, el espíritu del difunto exclama: «Heme aquí cumpliendo los circuitos prescritos. En verdad yo vivo una vida nueva tras la muerte, semejante a Ra, renaciendo cada día… Yo entro en la región de los muertos y de ella salgo a mi voluntad… Yo navego en la barca de la diosa Maat. Heme aquí, vivo tras la muerte de todos los días de mi vida. Me siento vigoroso, pues en verdad que yo vivo tras la muerte y liberado estoy».

Obviamente, si el hombre sobrevive tras su muerte en la tierra y en el más allá, puede volver a nacer a otra forma distinta de vida porque entre ambos mundos existe un puente o vía de dos direcciones que son el nacimiento y la muerte. Según la ciencia metafísica de los egipcios, ambos mundos están habitados, y si bien es normal referirse a los que están en la tierra como «los vivos» y a los que están en el más allá como los «los muertos», para ellos es indudable que tanto unos como otros existen, aunque no de igual forma, ya que habitan dimensiones distintas de la Naturaleza.

Esto explica también la convicción, profundamente arraigada en el pensamiento egipcio, de que los vivos podían comunicarse no sólo con los muertos, sino también con los misteriosos seres y fuerzas que moran en esa otra dimensión invisible de la existencia. Por eso, desde el principio, los magos, hierofantes y sacerdotes egipcios se esforzaron en desarrollar distintas técnicas y métodos que les permitieran establecer una comunicación eficaz entre los tres mundos, de manera que para ellos, como para la gran mayoría de civilizaciones del mundo antiguo, existían varias vías esenciales de comunicación que eran los oráculos, el sueño, las visiones, los rituales mágicos y las cartas a los difuntos, que los vivos escribían a los muertos con la clara intención de recibir respuesta de ellos.  

«Nosotros deseamos reposar juntos y Osiris no nos separará. Tan verdad como que tú vives, yo nunca te abandonaré. Estaremos sentados todos los días, serenos, sin que ningún mal pueda alcanzarnos. Juntos hemos ido al país de la eternidad. Nuestros nombres no se olvidarán. Qué maravilloso es el momento en que se ve la luz del sol, eternamente». Palabras de una sacerdotisa de la Diosa Mut grabadas en la estatua de su esposo.

En conclusión, podemos decir que para los egipcios hay una parte del hombre que es mortal, y que se halla ligada a la tierra, pues en ella nace y en ella perece. Y hay otra parte inmortal que sobrevive tras la muerte y vuelve a nacer en el más allá. Así, en la tumba del sabio Paeri vemos que dice: «Adoptarás la forma de un fénix, de una golondrina, de un halcón o de una garza, según tu deseo. Cruzarás sin ser trabado, bogarás por las aguas, nacerás por segunda vez». No hay duda que en el pensamiento egipcio, la vida y la muerte adquieren un valor y una dimensión que trasciende completamente el sentido que habitualmente solemos dar a esos conceptos entendidos normalmente como «existir» y «dejar de existir».


Javier Vilar. Egiptólogo y Presidente de la Fundación Sophia.

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